domingo, 25 de mayo de 2008

2- Monográficos Zona Cero Azafor: LA SANTA COMPAÑA


Juanjo apagó el despertador a las 3:30 de la noche. Se sentó en la cama y saboreó en su paladar los restos de nicotina del cigarrillo de la cena. Repasó la dentadura con la lengua y tragó. Observó el cepillo de dientes al otro lado de la puerta del cuarto de baño, fosilizándose en un vaso de plástico. Nunca se acordaba de limpiarse la boca antes de acostarse.
Se levantó y un chasquido en la rodilla le dió un aviso. Reprimió un ¡Joder! en el techo de su garganta. Sus padres dormían en la habitación de al lado y su madre tenía mal despertar.
Juanjo se acercó silenciosamente al cuarto de baño, apoyándose sobre el empeine para amortiguar las pisadas. El agua fría le sentó bien. Era plena noche y la temperatura rozaba los 35º C en su chalet de Marxuquera. Se secó la cara y la toalla descubríó su propia imagen ante el espejo del lavabo. Vestía únicamente unos calzoncillos blancos. Juanjo se rascó el pecho con una mano y la nuca con la otra. Frunció el ceño. Bostezó y lanzó su mano ciega por detrás de sí como lo haría un pescador con el sedal de su caña. Sus dedos aterrizaron sobre unos tejanos recortados. Era sus pantalones “todoterreno” de Verano.

El Seat Ibiza rebotó contra el bache y las latas de Fanta vacía entrechocaron en su interior. Juanjo las observó balancearse a los pies del asiento del acompañante. El coche alcanzaba los 80 por la diminuta pista rural cuando dos curvas obligaron al vehículo a una trazada de serpiente. Una pelota de tenis se unió al baile de aluminio. Algo vivo y verde crecía por una de sus caras.
La casa de Jose asomó detrás de unos pinares gruesos y gigantescos. Demasiado sanos para no ser visitado por las Procesionarias. Aunque en Agosto no había visto ningún saco. Eso era más propio de Primavera. En Agosto el calor imponía sus propias reglas, sus propios tiempos y su propio horario. Todos los gandienses se habian trasladado en masa desde la ciudad a la montaña a pasar las vacaciones. Los chalets de verano habían conectado sus maquinarias: Limpieza de jardines, aprovisionamientos de frigoríficos, asaltos de cubiteras al sacro dominio de los congeladores y desbordamientos de piscinas con posos de hojas de pino y cadáveres de insectos. Por todos lados circulaba el agua desde los motores de extracción comunal.

El regente de los motores no daba de sí, era temporada alta. Cuando Juanjo habló con él dos días atrás pensó que sería muy peligroso acercarle una soga con un nudo bien trenzado. Fulleraca, como así se llamaba el regente, le informó que el Jueves a las cuatro de la noche era el único hueco que le quedaba para transferirle el agua necesaria para regar sus huertos. Juanjo aceptó sin protestar, en parte por pura caridad hacia el pobre hombre, y en parte porque estaba acostumbrado a trasnochar, aunque no por agua, sino por cerveza.

El coche derrapó y una nube de tierra se arremolinó ante los faros. Jose esperaba apoyado con un pie contra la verja de su casa. Se impulsó con la rodilla y saltó como un resorte cubriendo los tres pasos hasta el Seat. Juanjo le saludó con un gesto de la cabeza al que Jose respondió con el mismo ademán. No dijeron nada. Jose sabía que Juanjo le agradecía que le acompañase a regar los campos a aquellas horas.
Cubrieron el medio kilómetro en silencio. Delante de ellos, los pinos se abrieron exponiendo varias “fanecaes” repletas de hortalizas. Los dos labradores dejaron atrás el coche y continuaron a pie. En la parte oriental, entre una pequeña pinada, se abría paso una pequeña acequia tan vieja como las dos gigantescas rocas por las que cruzaba, como un diminuto Gran cañón. Esa era la acequia madre. A partir de su entrada, un ingenioso sistema de ramificaciones circundaba todos los huertos hanegando su interior con agua tan fría como las raíces de un glaciar.

Los dos amigos repasaron los tramos y cada una de las encrucijadas de las acequias. Abriendo los pasos entre ellas y comprobando que ningún obstáculo frenase el paso del agua. En una ocasión, el cuerpo de un perro muerto les había hecho perder mucho tiempo y dinero.
Finalizada la rutina, se dirigieron en silencio al paso de la acequia madre. Esperarían sentados en las rocas la entrada del agua. Eran cómodas, y los pinos a su alrededor les daban algo de refugio.
Juanjo sacó un paquete de tabaco aplastado de uno de los bolsillos de su tejano y le ofreció un cigarrillo a Jose que lo aceptó agradecido. Dos chispazos del mechero y el tabaco ardió con apenas humo entre la oscuridad de los árboles.
Delante de sí una “chicharra” canturreaba en alguna parte del cauce seco de la acequia. “Callaría muy pronto” pesó Juanjo. A su derecha se extendían los huertos bajo la luz de media luna pálida y a su izquierda, la acequia madre discurría hasta salirse de la pinada y adentrarse entre un frondoso campo de frutales viejos y abandonados.
Eran las 04:30 y el agua no llegaba. Fulleraca se retrasaba. Los dos amigos fumaban despacio hablando en voz baja. La gata de Jose había desaparecido durante un mes y había vuelto con una barriga que anunciaba problemas.

Un rumor captó su atención y lo reconocieron de inmediato. Era como el canto de una ballena. Provenía de entre los frutales. El agua se acercaba por la acequia chocando mansamente contra sus paredes. A ambos les encantaba aquel acontecimiento. Observar el torrente abrirse paso a través del ingenioso sistema de cauces. Vertiéndose entre la tierra roja. Cubriendo cada palmo, rebajando sensiblemente el calor del paraje.
El agua discurrió por delante de ellos atemperando la alegría de la chicharra. Siguieron su recorrido con la mirada hasta las bifurcaciones del entramado. El rumor del líquido elemento era celestial. Relajante. Juanjo observó los campos a su izquierda con una sonrisa. El agua brillaba bajo la luz de la luna. Aquel año había sido un buen año. Habría buena cosecha.

A Juanjo le inquietó algo que le rescató de sus pensamientos. Era Jose. No miraba los huertos sino el lado opuesto. No le gustaba su expresión. Juanjo giró la cabeza y lo vió.
Apareció de entre los frutales. Tendría el tamaño y la forma de un ser humano aunque no se le adivinaba una figura definida. Parecía estar completamente cubierta por una túnica desde lo que debía ser la cabeza hasta los pies. Aunque aquella túnica no resultaba estar hecha de tela sino de algo parecido a jirones de…humo. No se le adivinaba rostro alguno entre los trazos de aquella oscura vestimenta. Pero lo más sorpendente fue el hecho de que aquel ser levitaba a un palmo de la acequia, siguiendo el mismo recorrido que el agua. Además lo hacía lentamente, a su misma velocidad.
La figura pasó por delante de los dos amigos que la observaron atónitos desde las rocas. Aquel ser levitó hasta entrar en el entramado de las bifurcaciones y se desintegró al interponerse frente a la luna.
Juanjo y Jose permanecieron diez pétreos segundos en silencio hasta que saltaron enérgicamente por encima de las rocas y corrieron como descosidos hacia el coche.
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Esta recreación ha sido recogida directamente de la historia contada por dos agricultores de Marxuquera. Sus nombres han sido cambiados.
Siguiendo el espíritu de esta sección, el caso recopilado aquí no ha sido inventado. Ha sido documentado, como los demás casos, directamente de testimonios y folklore tradicional.

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